Sueño con un país donde, entre otras cosas, se suprima el eufemismo electoral “la madre de todas las batallas” aludiendo a la provincia, por no decir el conurbano
El lenguaje, junto con la verdad, es fundamental -pensamos con palabras- en la conformación del desarrollo humano, desde la infancia hasta el final. Nociones de identidad, conocimiento, experiencia y existencia dependen en alto grado de cómo usamos esta prodigiosa herramienta.
En el siglo XIX, el filósofo alemán Max Weber (1864-1920) puntualizaba a la “acción” como la categoría fundamental de la sociedad moderna pero para Luhmann (1927-1998), la “comunicación” precede a la acción. Es más, para este sociólogo alemán, la sociedad se reproduce a partir de las comunicaciones y permite instrumentos de análisis para contribuir a la solución de las problemáticas que afectan la vida social. No en vano la teoría post-estructuralista, que viene a terciar con la liberal y marxista, en la modernidad radicalizada, sitúa en su paradigma al lenguaje y la significación como conceptos claves. Seguidamente pone a la representación, el discurso, el conocimiento y el poder como sus objetos de estudio (Escobar 2002).
Dentro de este apretada y mínima introducción conceptual vale preguntarnos: ¿y por casa cómo andamos?, ¿en qué grado utilizamos el lenguaje y la comunicación para generar capacidad de agencia y autonomía individual/social?, ¿o con estos recursos nos están utilizando a nosotros? En otros términos, ¿hacemos un uso atento de estos instrumentos para generar un país más democrático y equitativo con inserción en una sociedad-mundo que padece una crisis ecológica galopante? ¿No deberíamos incluir estos puntos en los contenidos de una mejor calidad educativa?, ¿o de eso no se habla? Aquí no se agotan las preguntas y menos aún las respuestas, pero algunos ejemplos domésticos y actuales pueden aportar a un diagnóstico.
En el campo de la política, con minúscula, es donde tiene mayor aplicación el relativo acople a lo real, que puede o no legitimar los dichos. Sabemos que la política electoral es un flagelo de los países no desarrollados, en tanto no se alterna razonablemente con la POLITICA de los hechos o de la Constitución. Repasemos, brevemente, cual es el lenguaje que circula en nuestro país, a propósito de los tiempos de campaña. Muchos candidatos nos tiran con libros pero sus contenidos no son puestos en discusión. Lo que más se discute es “que tan malo es el contrincante”. Así, hay quienes estigmatizan: “son el pasado”, “son los 90”, “son la derecha”, “son neoliberales” o se vanaglorian, somos “la izquierda”, “progresistas” o “el futuro”. Otras falsas dicotomías se plantean entre los que se atribuyen la acción del Estado vs el Mercado y viceversa. Hasta aquí el lenguaje es largamente evitativo de cualquier propuesta programática y menos aún de algo que tenga vinculación a políticas de estado o que supere el corralito del corto plazo.
Desde el oficialismo se dice “hemos transformado el país” o “sigamos transformando el país”, asumiendo que el receptor intuye la “transformación” como inexorablemente virtuosa: la historia, más allá de la semántica, no dice lo mismo. Otro slogan, en nuestra mega provincia, reza “hizo lo que nadie había hecho”, ignorando que estadistas, dictadores, fascistas y populistas, ya habían sido originales, cada uno a su manera. Sin embargo, nobleza obliga, hay que reconocer a esta administración el apego con los juegos de azar y su promoción en el distrito. Valga la paradoja para decir, con las mismas palabras, algo distinto u opuesto.
A esta pobreza del lenguaje y los discursos, hay que agregar la diferente potencia propagandística de los distintos candidatos. Muchos comentaristas reiteran que se percibe muy difícil vencer a los oficialismos, y se ponen ejemplos incluso de otros países cercanos. Bueno sería dar un paso más, en el análisis, puntualizando el obsceno uso de los recursos públicos y el Estado, en pleno, para objetivos partidarios. No creo que la letra ni el espíritu de la Constitución puedan amparar tamaña anomalía pero, ningún representante judicial o político actúa de oficio, guardando un piadoso silencio. En este contexto, faltan las palabras.
Ya en el año 1924, un psicólogo estadounidense, llamado John B. Watson (1878-1958), había postulado que el lenguaje es un hábito manipulatorio. Que este singular instrumento nos permita otras oportunidades, como sociedad, depende de la evolución y promoción de la cultura política que pueda provenir del ejercicio ciudadano y de la ejemplaridad, hoy un bien escaso, en la función pública y privada. De todos modos, siguiendo a otro notable psicólogo, en este caso ruso (Lev S. Vygotsky, 1896-1934), siempre queda un espacio para el protagonismo y la autonomía negociadora del individuo con su entorno, para la construcción de su propio conocimiento y de su propia cosmovisión, para ejercer su capacidad de agencia. Ensanchar este espacio y transformarlo en público es una de las tareas de la sociedad civil.
Está claro que mientras tengamos que optar, en vez de elegir, las elecciones no serán determinantes en la generación de un futuro promisorio. Por otro lado, la herencia más pesada de este período que finaliza, además de la grieta, es la falsificación metodológica de la palabra: ella debe volver a ser un elemento válido de comunicación y reproducción de la sociedad, en el mejor sentido. Me permito terminar este recorrido con unas pocas palabras, estimo no exentas de sentido y de contexto. Evoco, para eso, al filósofo José Ortega y Gasset (1883-1955) que aún nos interpela, con su mandato, desde hace 76 años. Parafraseando aquella conocida expresión, hoy propongo matizarla con la siguiente invitación: ¡argentinos, a las causas, a las causas!
La Nueva. Versión periodística